jueves, 15 de enero de 2009

...Escalón...

Bueno...Me dí cuenta de que este blog debería llamarse algo así como "quejate y juntemos firmas" jejeje...

Hoy, haciéndole caso a Javi, subo este cuento, que ya tiene un par de años. Me da vergüenza, como siempre, pero lo subo.


Aspiro fuerte el humo, como tratando de bajar, a fuerza de tabaco, la presión que siento en el pecho. Estoy sentada en la entrada de la casa de mis abuelos paternos. Estoy sentada en el escalón blanco de mármol, y apoyo mis pies cansados en la vereda de baldosas rojizas.

Suenan fuegos artificiales, mientras trago el humo y deslizo esta lapicera por la hoja.Un nudo de lágrimas viejas me acosa la garganta, y, una vez más, paseo mis ojos mudos en las baldosas e imagino dibujos.

Hace un ratito hablé con mamá por teléfono y despedimos el año…otro año más. No me canso de pensar. -Cómo odio las fiestas- susurro al mismo tiempo que lo voy escribiendo. Miro el cielo abarrotado de luces de colores y luego el vaso, que apoyé en el escalón: siempre lo suficientemente vacío.

Este mismo escalón me ha visto sentada, también un fin de año, también fumando. A mis quince años, el cigarrillo apretado con rebeldía contra los labios era silencio y transgresión. Aquella vez también miraba mis pies sobre la vereda intentando expulsar palabras inaudibles por las bombas de estruendo y los festejos.

Aquella vez el vaso estaba, para variar, demasiado vacío, y mi llanto enredado en palabras y silencios, se resistía a salir. La misma angustia: el mismo escalón.
Esa noche sentí pasos a mis espaldas y sentí como mi hermana se sentaba a mi lado. Sus enormes ojos verdes estaban cargados de decepción y su garganta también estaba rebalsando de palabras no dichas. Vino detrás de mí cuando cortamos el teléfono, brindando con mamá a la distancia, una vez más.

Se sentó a mi lado y me tocó la cara. Con esas manos tan chiquititas, que aún hoy me causan ternura. Sólo soy un año y medio mayor que ella, pero es tan frágil…
Sus manos de nena eterna me acariciaron un rato, mientras sus ojos se clavaban en mí, como suplicando algo: nunca supe qué.

Entonces tiré el cigarrillo y escondí mi cabeza entre las manos, mientras ella seguía acariciándome el pelo. Me sentí pequeña, insignificante. Mi orgullo quinceañero se desvaneció y encerré mis sienes entre las rodillas.
-Odio las fiestas-, le dije.
Ella no respondió, siguió tocándome el pelo y pude sentir sus ojos en la nuca, aunque no la viera, sabía que me estaba mirando.

-Odio las fiestas-, repetí esta vez con más fuerza.
-Odio los brindis y los fuegos artificiales…y la gente deseándome felicidades.
Ese clima de alegría y reuniones familiares siempre me oprime el pecho y enmudece mis ojos.
-Dejáme sola-, le dije. Y ahora que lo recuerdo, mis palabras sonaron metálicas, frías, ausentes.
Mi hermana se levantó y se fue.

Volví a poner mi vista en la vereda, imaginando dibujos en las baldosas rojizas. Cuando tenía cinco años veía caras en aquellas mismas baldosas, que después se me volvieron inexpresivas.

También me senté en este escalón, ese 31 de diciembre, y de sólo recordarlo, tiemblo mientras escribo. Hace quince años, tenía cinco y el año nuevo anunciaba mi entrada a la escuela primaria en pocos meses. Las cañitas voladoras surcaban el cielo enorme e inabarcablemente estrellado de mi infancia. En esa ocasión, sentada en el escalón de mármol blanco, mis pies no llegaban a tocar el piso. Como una paradoja inaceptable, puse los pies sobre la tierra esa misma noche.

El llamado a mamá, era en aquella oportunidad, el primer brindis telefónico. Aunque había terminado de hablar con ella, mi indiscreción infantil me hizo levantar el tubo en la otra habitación. Mamá hablaba con papá.

-¿Cuándo creés que vamos a arreglar esto?, preguntó él con voz grave.
-Creo que no da para más, aunque lo intentemos- , respondió ella.
-Me tomé el tiempo para pensar, y que te hayas llevado a las nenas con tu familia me ayudó…
El insistió: -¿Cuándo pensás que vamos a solucionar esto?
-Nunca- dijo ella con voz seca.

Solté el teléfono y salí corriendo, mi hermana salió atrás mío. Nos sentamos en el escalón, con las piernitas colgando. Mi silencio dolía más en los oídos que las mismas bombas de estruendo. Ella me miró fijo, con sus ojitos verdes inundados por ese “nunca”. Me acarició el pelo atado en trenzas.

-Odio las fiestas-, le dije.
No soltó una sola lágrima.
-No llores-, dijo firmemente sin dejar de tocar mi pelo.
Hundí la cabeza en mis rodillas. Sus manos eran frágiles y pequeñas.
-Es chiquita- pensé, llamándome a la reflexión y la madurez.
-Odio las fiestas- le repetí y comencé a acariciar su pelo escaso y finito.
-¿Vos sabés que te quiero, no?, dije como preguntando una obviedad.
Ella asintió con la cabeza, sin sacar sus ojitos verdes de los míos.

Hoy el escalón y la vereda no me resultan enormes. Escribo sin parar, y ahora a mi espalda suenan pasos. Me apuro en seguir escribiendo. Mi hermana llega hasta mí.
-Odio las fiestas-, me dice.
No levanto la cabeza de la hoja mientras me habla.
-Odio las fiestas!!!! Casi me grita.
Alzo la cabeza tratando de no dejar de escribir..
-¿Sabés que te quiero, no?, dispara.

Asiento con un movimiento suave de cabeza, en completo silencio, mientras pongo el punto final al lado de esta última palabra.

1 comentario:

Anónimo dijo...

It's hard, pero comparto el odio por las fiestas.
Fue leer esto y sentir muchas cosas, es que talvez me identifiqué mucho con la historia.
Lo del vaso es tan literal como figurado.
Tenes un talento enorme para escribir.
Un abrazo!!!